Este texto nos lo envía Aquilino Melgar, una de las personas que forman parte del grupo de autoyuda que dirige María Aranzadi.

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He llegado a entender que la adicción es una enfermedad cerebral primaria y no la consecuencia de una mala relación del adicto con su entorno. Una adicción que, como escribió Joyce Burditt en The Cracker Factory (1977), «no es un deporte para espectadores. Con el tiempo, toda la familia se pone a jugar». Se estima que el comportamiento destructivo de un adicto afecta, al menos, a otras cuatro personas, generalmente seres queridos. Yo soy uno de esos afectados. La coadicción no es un padecimiento que haya elegido por propia voluntad. Podría negar su existencia, pero esa misma «elección» sería un síntoma de mi condición de coadicto.

Hay otro síntoma que puede perdurar en el tiempo, unas veces ignorado, otras oculto hasta que de repente se manifiesta de nuevo, y a veces descubriendo como diariamente te mira fijamente a los ojos y te envuelve en una capa de difusa culpabilidad.

«¿Qué hice mal? ¿Qué podría haber hecho de distinta forma? ¿Qué habría pasado si…?»: una agotadora y monótona revisión de todos aquellos momentos donde alguna acción, imaginada o real por mi parte, podría —y solo digo podría— haber conducido a un resultado diferente.

Desde el inicio del tratamiento de mi hijo he conocido a personas valerosas que han pasado por el mismo sufrimiento. Personas cuyas vidas, como la mía, están marcadas por las consecuencias colaterales de la adicción. Personas que, como yo, se han preguntado en ocasiones: «¿Qué hice mal? ¿Qué habría pasado si…?»

El arte, la historia, la ciencia…, usan el “¿qué habría pasado si…?” como un ejercicio de abstracción sobre los sucesos del pasado para elaborar una historia contrafactual, buscar vías alternativas de veracidad o probar alguna hipótesis. Una vez hecho, nadie queda atrapado en el círculo. Sin embargo, desolado con el «qué habría pasado si…» de la adicción, me encuentro atrapado por un ciclo repetitivo que puede convertirse en una obsesión y que solo añade sufrimiento a mi historia. La membrana protectora que mi imaginación utiliza entre la salud y el malestar es, en el mejor de los casos, semipermeable. La coadicción suele arrastrar la imaginación al lado del sufrimiento de la membrana y me deja, aparentemente, sin salida.

Cuando el «qué habría pasado si…» emerge desde mi penumbra, como lo hace siempre, me digo que quizás lo más importante que puedo hacer es compartirlo con otros; para recordar y luego compartir las historias que lo provocan; para que pueda explorar cómo la enfermedad de la coadicción se alimenta de un estigma compuesto en parte por el secreto, la vergüenza, el juicio y la oscuridad. Contar mi historia me aporta una especie de luz sanadora. Es necesario convertir el «¿qué habría pasado sí…” en ¿Qué pasa si comienzo a contar mi historia de forma abierta y más a menudo? ¿Qué pasa si uso mi historia para comenzar un cambio de actitud hacia mí mismo y hacia los demás? ¿Qué pasa si me permito cuidar más de mí mismo, existir y dejar de preocuparme por lo que más le conviene a mi hijo? ¿Qué pasa si dejo de intentar ser su terapeuta? ¿Qué pasa si me doy el derecho a equivocarme? ¿Qué pasa si me esfuerzo por mi mejoría, mis anhelos y mi entusiasmo?

Pasa que no soy culpable de nada, que hice todo lo pude y de la mejor manera que supe hacerlo, que no me corresponde a mí hablar de las dificultades de mi hijo, sino de mis propias dificultades. Y, con eso, todo mejora…

«Todo el mundo tiene una historia. Es como la familia. Quizá no la conozca, quizá la haya perdido, pero así y todo existe. Puede alejarse de ella o darle la espalda, pero no puede decir que no tiene. Lo mismo sucede con las historias. De modo que —concluyó— todo el mundo tiene una historia. ¿Cuándo piensa contarme la suya?». (Diane Stterfield – El cuento número trece)

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(Imagen: Pascal Campion)

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