Este texto nos lo envía Víctor, una de las personas que forman parte del grupo de autoyuda que dirige María Aranzadi.

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Recaída: ¿Quién eres tú y qué has hecho con pareja?

Me llegó sin darme cuenta. Como esas cosas importantes a las que no has prestado atención y un día hacen que tengas que parar todo para resolverlas.

De repente, la vida con mi pareja tenía que parar. Todos los planes juntos, todas nuestras citas, nuestro día a día, nuestras vacaciones, el verano, la navidad, hasta el perro… Todo quedaba en un segundo plano.

Todas esas cosas que son la vida de uno, en unos minutos, habían pasado a ser secundarias porque… «¿Sabes qué? Tu novia ha recaído».

¿Cómo? Pero habrá sido algo muy leve ¿no? Si ella ya estaba curada, bueno, o recuperada, si ya se lo sabe todo… Una cerveza… Total, nada que no podamos gestionar aquí en casa sin apearnos del mundo, ¡no será para tanto!

Esos minutos se hacen eternos. Parece que alguien le ha quitado las pilas a todos los relojes de la casa mientras tú la ves caer y caer en un tirón que no termina nunca… pero… ¡si hace nada que conozco la palabra tirón! ¡Y ahora resulta que se trata de esto!

Ves como en su cara aparece otra persona que no es ella. Su cuerpo, al que antes reconocías, ahora es otro que no representa nada bueno. Y tú asistes a todo eso desconcertado, perdido, pensando por momentos que debe estar exagerando, porque no te lo crees. No puede ser que esa persona y tu pareja vivan en el mismo cuerpo. ¿Qué ha pasado? Por favor, ¿qué ha pasado? Que alguien pare todo esto y me explique con calma lo que estoy viendo.

Se te ocurre que en algún sitio debe estar el teléfono de la terapeuta… Reflexionas un momento, porque el orgullo aún no te ha abandonado: «Ella lleva semanas sin querer hablar con la terapeuta, pero estoy tan perdido… es igual, ya la llamo yo y que me oriente, seguramente será algo transitorio, pero así me quedo tranquilo».

Tu yo optimista lo intenta hasta el último resquicio, pero entonces escuchas esa frase «no está así por una cerveza. Esta para ingresar. Y para ingresar ya».

Lo primero que piensas es que la terapeuta también exagera, pero las palabras ya han pasado por la garganta y ahora se agolpan en la base del cuello y el pecho. Buscas alternativas, como si quien tienes al teléfono hubiese dicho algo que no te cuadra.

Tu yo optimista vuelve a la carga por un instante: «Esta no se entera, a mi chica lo que le pasa es que ha tenido un mal día y ya está»… Pero inevitablemente las palabras de la terapeuta se repiten una, tres, diez decenas de veces en tu cabeza… Hasta que tu otro yo, ese que sale en los momentos críticos, aparta de un manotazo al anterior y se pone a los mandos. Como diciendo «aparta, que no te enteras, ahora piloto yo». Y por primera vez, te enfrentas cara a cara con la enfermedad, que ha tomado el control de tu pareja, esté donde esté ahora y mirándole a los ojos, le dices: «Tienes que ingresar, nos vamos al centro».

La enfermedad se revuelve de tal manera que piensas que esto va a ser una batalla perdida ya de entrada: «No, ni de coña, yo ahí no vuelvo». «No flipes, ¿al centro?». «Venga, relájate que te han comido la cabeza por teléfono anda». «Ya estamos con las conspiraciones, ya estáis todos diciéndome lo que tengo que hacer otra vez». «Me voy, aparta que me voy, así no sufres más».

Te ves tentado de dejar que coja las llaves del coche y se vaya, pero sabes que ahora tratas con alguien que ya no es responsable y te acabas de convertir en lo único que la separa de un mal mayor… Así que usas el único arma que te queda: «O ingresas hoy mismo, o te dejo» y lo respaldas con tu propia salud, «yo no puedo estar así». Como buscando algo a lo que ella no se negaría por nada.

«Ya te dejo yo para que no sufras», responde ella. Te aferras: «Dame las llaves del coche, vamos a hacer la maleta y subimos al centro, venga».

Ahora, después del tiempo, revivo la situación y veo que en esos momentos, éramos dos los que estábamos de tirón. Los dos estirando hacia lados opuestos.

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El primer día de viaje

Después de estirar tanto que ya ni te sientes las manos, o el corazón en este caso, aparece un resquicio de la persona que hay debajo. «Bueno, vamos a hacer la maleta pero en el coche hablamos de adónde vamos». Tú te agarras a eso como si fuera la mejor oferta que vas a tener hoy y aceptas, pero tu yo protector aún no ha dicho su última palabra… En el coche tu pensamiento circular es «tú di lo que quieras, pero esta noche duermes en el centro… sea quien sea la persona con la que hablo». Y no dejas de conducir por nada del mundo.

El viaje se hace eterno y más largo que te lo haces tú mismo: «estará una semana o dos y la soltarán, total, por un par de cervezas…». Premio al inocente del año.

Por fin ingresáis y sientes como si te hubiesen quitado 40 kilos de encima, aunque sigues con tu inocencia: «Saldrá pronto». En el coche, ya a solas, te derrumbas: «¿Qué cojones está pasando? ¿Por qué a mí? ¿Cómo demonios arreglo esto? ¿Y ahora qué?». Cada pregunta es peor que la anterior y cuando van pasando los días, te vas dando cuenta de que no hay muchas respuestas que dependan de ti.

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¿Eres tú? Te echaba de menos

Por fin la vuelves a ver, han pasado dos semanas y parece que ha sido todo el verano. Tú llegas allí con algún cachito de inocencia aún intacto y cuando la terapeuta la obliga a decirte la verdad, piensas que te quieres cambiar por cualquier otra persona. De repente, te han puesto un plato de mierda delante y dos puertas. En la puerta A, huyes de todo, te olvidas de tu relación, de vuestros planes, de vuestro día a día y te compras una realidad nueva a partir de cero. En la puerta B, te comes el plato y asumes que, aún con toda la rabia que tienes, no puedes hacer otra cosa que lo que te digan, al ritmo que te marquen, con los plazos que sean y que jamás te van a adelantar.

Tu yo lógico sigue buscando explicaciones, pero a medida que vas formando parte de la enfermedad y recuperación como “co-enfermo”, vas dejando de verlas como algo importante.

Empiezan a importarte otras cosas: disfrutar de los ratos que la ves, apreciar la mejora física, (que se convierte en el mejor de los placebos), reencontrarte con tus tiempos, tus aficiones, tus caprichos… Reencontrarte, sin más, porque de lo perdido que estabas, pensabas que podrías manejar esta enfermedad en casa y sin ayuda, como si fuera cambiar el sofá del salón y pintar las paredes.

Vives las terapias como ajenas al principio y más tuyas conforme caen las semanas y los meses. Empiezas a contar hace ya tantas semanas, hace nosecuántos meses. Ella va evolucionando y tú parece que te has sacado un master en adicciones. Te ves salvando al mundo de esta enfermedad porque ya llevas unas cuantas terapias encima.

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Su alta, o tu perfil bajo

¡Por fin llega el día del alta! Ni recuerdas cuándo estuviste así de ilusionado por última vez, pero qué más da, ¡te la llevas a casa!

Llega el día a día y vas quedándote en un segundo plano para ver los toros desde la barrera. Primero, porque el miedo a hacer algo mal te tiene paralizado, y segundo porque los terapeutas te han insistido hasta la saciedad en que «depende de ella y ella sabe lo que tiene que hacer».

Hay días buenos, días malos y días peores… un día comete un error. No ha recaído, pero a ti te saltan todas las alarmas y te alejas, te proteges, subes tantos escudos como tienes a mano y ahora sí, sin dudar ni un segundo, echas mano del teléfono y de la terapeuta.

Es una crisis de 24 horas hasta que la terapeuta te llama y te dice que no ha consumido después de hacerle análisis, pero tus escudos no bajan por nada del mundo… No quieres dejar de tenerlos a mano y no quieres que ella deje de verlos levantados, así que ahí se quedan.

Te aferras a las palabras de la terapeuta «sólo tiene que estar», «mientras esté, avanzará». Y los dejas hacer… Tú te centras en esperar a la siguiente terapia para soltarte y recibir más información. Es curioso, pero el manual de instrucciones no llega nunca… aunque con el paso de las terapias, te va importando menos.

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¿Y si es de verdad?

Han pasado nueve meses desde aquel duro 30 de Junio y nunca pensé que diría que la que está ahora mejor de los dos es ella, pero así es.

Echas la vista adelante, aunque sabes que no debes, pero lo haces. Ves cómo está ahora y te preguntas hasta dónde será capaz de llegar. Es un vértigo de esos buenos, que te da cosquillas en el estómago.

Ves todo el trabajo que ha hecho y el que sigue haciendo. Ves cómo se protege, cómo sin que tú hagas “mucho”, ella hace sola. Observas atónito y encantado cómo cada día ha dado un pasito más que tú ni siquiera habías considerado.

Te parece que la única que está avanzando es ella hasta que echas la vista atrás y ves quién eras tú antes, quién eras para ti y quién eras para ella… Te miras ahora y lo ves como un auténtico salto generacional.

Dicen los que saben, que este tratamiento es creer para ver. A ti todo esto te suena raro y a tu yo lógico más aún, pero inevitablemente lo acabas viendo y empiezas a creer.

Vaya, ahora me doy cuenta de que me ha costado nueve meses empezar a creer, cuando ella tuvo que empezar a hacerlo en su primer día, en su peor momento y sabiendo lo que le esperaba al quedarse sola en aquella habitación un 30 de Junio.

Quién sabe lo que el futuro traerá, quién sabe en qué acabará todo esto… Yo sólo sé que me gusta viajar y que disfruto más del viaje que del destino. Este viaje empieza a merecer la pena y quiero ver dónde me lleva, porque por primera vez, el destino parece un buen sitio en el que quedarse.

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(Imagen: Absinsania)

 

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