Este texto nos lo envía Maribel, una de las personas que forman parte del grupo de autoyuda que dirige María Aranzadi.

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Treinta y ocho años han tenido que pasar para aprender a vivir, a amar, a querer, a disfrutar. Treinta y ocho años pensado que era la mejor persona del mundo, cuando la realidad es que estaba enferma. Treinta y ocho años dando todo a los demás sin esperar nada a cambio, cuando en realidad lo que buscaba es que me dijeran: «Menos mal que estás tú», «si no fuera por ti», «gracias a ti»… Y, sin embargo, al mismo tiempo sintiéndome sola, con un vacío de amor que no sabía cómo llenar… Hasta llegar al día de hoy.

Resulta que vas a un tratamiento para que traten a tu pareja por su adicción y, de pronto, el mundo se desmorona. Descubres que tu pequeño universo es una mentira, que llevas una máscara llamada prepotencia, que estás enferma y que tu enfermedad se llama coadicción. Y entonces empiezas a buscar en el pasado un porqué, y vas viendo que ha sido inevitable, que eres así desde los recuerdos más lejanos.

Yo tenía dos años cuando nació mi hermano. Tenía síndrome de Down y me tocó cuidarlo. Mi madre trabajaba todo el día en un negocio familiar y mi padre en sus asuntos (ahora he descubierto que era adicto). Él falleció en 1998. Con cinco años mi madre me dio la noticia de que venía una hermanita. ¿Quién la cuidaría? Yo no quería otro bebe.

Así transcurrió mi vida de niña, haciendo de mamá de mis hermanos. Después, cuando llegué a la adolescencia, mis ansias de cuidar se trasladaron a mi grupo de amigos y pasé a ser su niñera. La que se encargaba de asegurarse de que todos llegaban a casa a su hora. La que se ocupaba de cuidar a aquel que estuviera en malas condiciones hasta que pudiera llegar bien.

Cuando cumplí los veinte (un año después de fallecer mi padre) entró otro adicto en mi vida, el que acabó siendo mi marido. Con el que pude calmar mi ganas de cuidar, o eso es lo que creí entonces.

Han pasado diecisiete años, y los he vivido con mi pareja sabiendo que tenía un problema, pensando en todo momento que solo yo lo podría salvar. Con mi amor, hipotecando mi vida, yo pensaba que él saldría adelante, viviríamos felices y comeríamos perdices como los cuentos.

Los primeros años uno vive en un sueño, piensas que el príncipe azul finalmente sí existe, dejas tu vida, tus amistades. Y todo por estar con él, porque piensas que él te necesita. Y por su parte, todo son buenas promesas, pero poco a poco esas promesas se vuelven mentiras, mentiras que no quieres creer por miedo a la verdad. En ese momento llegas a pensar que te estás volviendo loca.

Después cuando, además de él, hay dos hijos, cuando ya no es solo tu vida la que estás hipotecando sino que empiezas a ver sufrir a los niños, cuando tu cuerpo y tu mente están tan agotados que ya no sabes cómo seguir tapando esa realidad inventada, esa vida perfecta que en realidad es todo farsa, cuando estás harta de falsas promesas, de mentiras, cuando por fin la prepotencia te dice «ya no puedo más», cuando decides que hasta aquí has llegado y decides sacarlo de tu vida… Es en ese instante, cuando se enciende una luz en la oscuridad: la llegada a un lugar de tratamiento donde ingresa el adicto. Un lugar en el que tú también tienes un espacio porque resulta que estás enferma. Y te dicen: «Eres Coadicta y te vamos a ayudar».

Así empecé a atar cabos y fui entendiendo el porqué de mi manera de actuar durante toda mi vida.

Cualquier otra persona no lo hubiera hecho.

Un año y medio después de iniciar el tratamiento, os puedo decir que, aunque no hay cura para esta enfermedad, sí se aprende a vivir de otra manera. A vivir sin depender, a querer con cordura, a abandonar hábitos como el de ser “la agenda” de toda la familia. En definitiva, aprendes a saber lo que te gusta, a ser tú misma.

Gracias a la adicción de mi marido, he aprendido qué es la coadicción y cómo luchar contra ella.

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(Imagen: Alex Garant)

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